Investigaciones sobre las relaciones madre – hijo

por | Revista del CPM número 5

En 1985 Paula Caplan y Ian Hall-Mccorquodale realizaron un trabajo de investigación sobre la presencia del concepto de madre patógena (“mother blame”) en las publicaciones clínicas más importantes de Estados Unidos. Tras una selección de 125 trabajos de las diferentes revistas de psicopatología, encontraron 72 diferentes patologías en las cuales se atribuía a las madres la responsabilidad del cuadro padecido por los hijos. No encontraron ninguna referencia a la existencia de un padre patógeno[1].
El tema de la madre patógena está directamente relacionado con el modelo familiar imperante en los dos últimos siglos, modelo que conocemos como familia tradicional, basada en la distribución de roles en función del género, correspondiendo a la mujer las tareas domésticas y la crianza de los hijos y al hombre la consecución de los ingresos económicos necesarios para el sostenimiento de la familia y la prole, en general numerosa.

Este modelo de familia tradicional basado en la división sexual del trabajo conlleva también una complementariedad en los roles, una mutua dependencia. Sin embargo, en lugar del reconocimiento mutuo esperable a cuenta de la división de papeles, lo que encontramos es una sobreinvestidura, una hipervaloración de lo masculino, entendiendo como tal el papel del hombre, en detrimento de todo femenino. La mujer, vinculada a lo doméstico y la crianza, está ausente de lo público, y relegada a una condición de inferioridad, de hombre en menos.

Tal modelo está siendo progresivamente sustituido por formas más avanzadas, como las que llama Mabel Burin[2] “familias de transición”, modelos que tratan de responder de forma mas adecuada a los retos que las transformaciones sociales exigen, y sobre todo a lo que significa la revolución de los roles de genero, consecuencia directa de los movimientos de emancipación de la mujer.

La familia de transición, formada en general por parejas que trabajan y tienen pocos hijos, presenta un dominio masculino atenuado, frente al incontestable del modelo tradicional. Las funciones se dividen en función del género aunque de modo más fluido, menos fijo, más intercambiable, con excepciones que varían en cada caso. Tales excepciones corresponden a lo que la autora denomina “bastiones tradicionales”, aludiendo a la necesidad de la mujer, o del hombre, de conservar la última palabra sobre el ámbito de lo doméstico o de las finanzas. Asimismo se dan conflictos de pareja derivados de las expectativas contradictorias en cada uno de los miembros presentes en la formación de la familia, generalmente en torno a la seguridad y la independencia.

Alrededor de tales bastiones se constituyen los estereotipos que podemos privilegiar de este modelo tradicional y, en menor grado, en sus variantes evolucionadas, estereotipos que se resumirían de modo sintético en las figuras de la madre sobreprotectora y del padre ausente, figuras habituales de la casuística tanto en salud mental como en servicios sociales.

La madre sobreprotectora es una madre neurótica, exigente, con tendencias depresivas y/o hipocondríacas, que se presenta con cierta labilidad emocional, muy dependiente, con rasgos de inmadurez afectiva incluso rayanos en el infantilismo, con explosiones de ira, cierto victimismo episódico y recurrente, al tiempo que vuelca todo su narcisismo en los logros familiares, bien sea de su marido bien de sus hijos, o de ambos.

El padre ausente aparece rígido, hierático, tendente al autoritarismo incluso a la violencia, sin necesidades de afecto y comunicación – censuradas en el terreno familiar –, buscando en el exterior ese reconocimiento que su rol le impide demandarlo al interior de la familia. Acosado a menudo por la incertidumbre económica o la inseguridad personal, se enfrenta a la necesidad de mantener una falsa apariencia de fortaleza y seguridad. La tensión entre las exigencias superyoicas y las necesidades de afecto y reconocimiento reprimidas o renegadas dará lugar a patologías típicas de la masculinidad.

Si la madre sobreprotectora se vuelca en los logros de sus hijos para obtener ciertas recompensas, el padre lo hará en relación a la apariencia social: el dinero y los bienes materiales. Maldavsky[3] ha subrayado la erotización del número y del cálculo en numerosos hombres, que encuentran en el recuento obsesivo un consuelo fugaz para su angustia.

Numerosos estudios de género han vinculado estos roles estereotipados con el desarrollo de ciertas patologías, tanto del lado de la mujer (depresiones, somatizaciones, trastornos somatoformes), como del lado del varón (coraza caracterial, desestimación de los afectos, adicciones, agresividad, violencia…)

La confluencia del pensamiento feminista, corrientes sociológicas antiautoritarias y determinados sectores del psicoanálisis está dando lugar a un pensamiento crítico, que pone de manifiesto las consecuencias que tiene un modelo de relaciones de género tal como el que acabamos de bosquejar.

Si aceptamos la trascendencia de las relaciones tempranas, los primeros aprendizajes y las primeras experiencias de infancia, coincidiremos en la necesidad de revisar los parámetros sobre los que se asientan tales relaciones.

Nos interesa especialmente una de las propuestas clásicas de la psicología del desarrollo, compartida por escuelas dispares, es la necesidad que tiene el bebé de separarse de la madre. El bebé, para poder crecer y madurar, ha de separarse de la madre, independizarse de ella y lograr su autonomía, más aún si se trata de un bebe varón. Esta independencia respecto de lo maternal es considerada patrón de normalización, garantía de salud.

Ya se trate de un bebé varón, o de un bebé hembra, su identidad primera se construye en los intercambios precoces con la madre, la presencia del padre aunque creciente, sigue siendo muy secundaria y escasa. La incorporación del padre en los primeros cuidados va a tener consecuencias que son difíciles de evaluar, de hecho los autores no se ponen de acuerdo. Así, si Nancy Chodorow planteaba ya en 1978 la coeducación de los hijos[4] como una de las vías para superar esta desigualdad entre los géneros, Jessica Benjamin algunos años después (1988) expresa sus dudas al respecto, sobre todo si esa participación de los padres no iba acompañada de una transformación de los modelos que se ofrecen. Es decir, de lo que se entiende por identidad masculina o femenina.

El bebé humano, la cría humana nace en un estado de absoluto desvalimiento y dependencia, un estado de vulnerabilidad que se ve compensado por una relación intensa con la persona que lo cuida, sea su madre u otro – en nuestra cultura y por lo general, su madre-. Esa relación tan intensa protege al bebé de su desamparo, gracias a la construcción de una constelación materno – infantil que conocemos como omnipotencia. Tal omnipotencia se acentúa en la dupla narcisista madre – hijo envolviendo a este último en una atmósfera que le garantiza habitualmente la satisfacción regular de sus necesidades.

Es evidente que este vínculo primitivo con el bebé ha de transformarse y evolucionar para permitir su desarrollo y su evolución, ahora bien, el influjo del pensamiento falocéntrico, núcleo de un orden social patriarcal, consiste en sostener que el abandono de la identificación primera con la madre, y su sustitución por el padre como figura identificatoria, es sinónimo de evolución, de maduración
y de salud. El padre en posición de tercero es un polo de identificación considerado como benéfico con independencia de sus particularidades, que no suelen merecer mayor comentario en los trabajos adscritos a este paradigma.

Benjamin[5] nos recuerda, por el contrario, que la maduración del bebé no se facilita trasladando al padre esos caracteres ideales atribuidos a la madre de las primeras interacciones, un padre idealizado es tan dañino como una madre idealizada. La maduración del bebé depende de que pueda des-idealizar a los padres, de que tenga una imagen más real de sus padres. No basta con que el padre deje de estar ausente, es necesario también que contemplemos cual es la posición que ocupa en la relación familiar. Un padre autoritario genera en el hijo mecanismos de identificación en los que predomina la sumisión y la negación de sí mismo.

La alternativa que propone la autora, en lugar de sustituir la identificación con la madre, por otra con el padre, con los mismos caracteres de idealización y sumisión, consiste en un proceso de reconocimiento de las diferencias, es decir el reconocimiento del otro – el padre, la madre… –, en lo que tiene de semejante y de diferente, en su realidad. Este reconocimiento de la alteridad del otro es un proceso de desarrollo muy diferente al de las identificaciones clásicamente defendido.

Si las condiciones de partida de la cría humana son de extrema vulnerabilidad, la predominancia elegida por diversas corrientes hace que enfaticemos más un aspecto u otro del psiquismo infantil. Clásicamente se ha resaltado de los bebés la dificultad de asumir la herida narcisista que significaba la pérdida de la omnipotencia infantil. Incluso como recogíamos en una anterior intervención [6], hay autores que sitúan en esa herida narcisista, y en la dificultad de su manejo, el origen de los comportamientos y las actitudes violentas de los adolescentes, aún más, de los adultos en numerosos casos.

Pero se ha prestado menos atención a otro aspecto no menos importante de la subjetividad en ciernes de la cría humana, la curiosidad infantil, origen de todo conocimiento. La necesidad infantil de conectarse con el otro, de vincularse al otro, de reconocer a ese otro del cual se depende, cuya presencia ha sido tan importante en los primeros momentos de la vida del bebé.

Incluso las teorías sobre el juego infantil varían grandemente si pensamos el juego del niño en los términos en que lo propone Freud, es decir, determinado principalmente por la ausencia de la madre, y por tanto, bajo la consigna de la consolación, de la elaboración de la pérdida, o bien pensamos en un niño que juega empujado por su deseo de conocer y reconocer el mundo, empujado por su espontaneidad y sostenido por una madre que garantiza el medio ambiente adecuado – como ocurre en el modelo de Winnicott –. Un juego que le lleva a poner a prueba la realidad del otro, su capacidad de pervivir ante los embates de la destructividad infantil.

¿Cuál es el destino de la relación primaria madre – hijo? Aunque debemos realizar algunas precisiones, ya sea que se trate de un hijo varón, o de una hija, el destino que sufre esa primera relación es el de ser intervenido por el padre. Los psicólogos sostienen la necesidad de la intervención paterna ante una relación materno- infantil considerada como perniciosa. Ahora bien, deberíamos de precisar qué pretendemos en esa intervención del tercero, tan mitificada por la ortodoxia psicoanalítica, que cuando habla de la intervención del padre como tercero en función de corte parece haber descubierto la piedra filosofal. Pretendemos una sustitución de la idealización de la madre de la infancia, depositada ahora en el padre, ya que como tercero se convierte en garante del acceso al mundo simbólico, representante de la ley, de lo social, en definitiva defensor del hijo ante la voracidad enfermiza de la figura materna, o más bien se trata de un reconocimiento de la subjetividad del otro, de la alteridad del otro, y por ende de los propios límites.

La identificación es una incorporación del otro al mundo de las fantasías internas, se trate del padre o de la madre, tomando el lugar de objetos de la relación interna fantaseada por el bebé. Esa identificación, tan necesaria al principio, se convierte en un obstáculo para el reconocimiento de la realidad del otro, más allá del sujeto, así como de las propias limitaciones y capacidades. Este acceso a la realidad del otro ha sido especialmente estudiado por Winnicott[7] al diferenciar la relación con la madre, como objeto interno, respecto de la relación con una madre que está más allá de las representaciones mentales del bebé, y por tanto construye un incipiente sentido de la realidad. Gracias a ese reconocimiento, el bebé puede adquirir a su vez un sentido de la realidad independiente de sus productos mentales, lo cual es un avance extraordinario en su percepción del mundo externo.

La relación primaria madre – hijo se ha criticado clásicamente porque al parecer, a menudo las madres volcaban en exceso sobre sus hijos, sus propias necesidades de satisfacción personal. El altruismo sacrificado de las madres, que a veces podía tomar la forma incluso del masoquismo[8], estaba y está al servicio de sus necesidades narcisistas, para Freud constituyente básico de la feminidad lo denomina masoquismo moral. Identificada a sus hijos, la madre espera procurarse así las satisfacciones que el orden social le ha negado por otras vías: sociales, profesionales o intelectuales.

La evolución de la mujer en los últimos 30 años ha desfasado enormemente estos planteamientos, las expectativas de la mujer se abren hoy a una pluridimensionalidad de campos que van mucho más allá del reducido espacio de la crianza, las gratificaciones y las frustraciones se diversifican a la par que los intereses y las expectativas.

Esta transformación de las relaciones sociales, que se cumple a pasos agigantados, nos obliga a revisar planteamientos tradicionales en cuanto a la identidad de género, y a los roles parentales. No podemos sostener en ese sentido que la relación madre – hijo precisa de la intervención paterna para posibilitar una separación, para permitir al hijo que crezca y se desarrolle, responsabilizando así a la madre de una supuesta tendencia al infantilismo en el hijo. Sin embargo, este prejuicio está implícito en numerosas intervenciones que se realizan desde diferentes dispositivos de salud.

Las funciones paterna y materna han sido consideradas tradicionalmente como dos polos confrontados; de un lado el padre representa el polo excitante, el padre que se acerca a su hijo con juegos y actividades que excitan su curiosidad, su musculatura, su destreza. La madre representa clásicamente el polo de contención, cuidado y sostenimiento del niño ante las dificultades y las enfermedades. Ahora bien, aunque en nuestra cultura el padre representa el polo del crecimiento, y la madre el polo de la regresión, no podemos mantener que en la realidad, el padre sea el único que impulsa el desarrollo del niño.[9] Por otra parte, y especialmente en el caso de la relación padre – hija, la gran olvidada de los estudios, pensar que el polo regresivo se sostiene en la madre, y no en el padre, resulta cuanto menos pintoresco de argumentar.

El verdadero problema que nos plantea la relación madre – hijo no es el del infantilismo, ni la dificultad del niño de independizarse o separarse de ella, la dificultad se plantea en tanto que esa relación no permite el reconocimiento del o
tro, en este caso la madre, en su radical alteridad. La relación con la madre no es de reconocimiento mutuo, la madre sigue siendo el objeto amado y odiado por antonomasia. Idealizada, temida y repudiada[10], sigue sin ser reconocida en tanto sujeto agente de su deseo, en tanto que ser sexuado con intereses más allá del polo materno infantil que la definió clásicamente. Este proceso es más evidente en el caso del hijo varón, aunque concierne a ambos sexos. En el caso de la niña, el dilema se plantea más tarde cuando la identificación primaria con la madre cuidadora la exige mantener una identificación también a una madre pasiva, cuya capacidad subjetiva de desear es seriamente puesta en duda en nuestra cultura.

El niño, la cría humana, se desarrolla a partir de un estado de indiferenciación con el otro primordial, ese desarrollo lo conduce a una identificación primaria con la madre, o bien padre y madre juntos como un ser indiferenciado, según la tesis de Freud. A partir de ahí, el psicoanálisis privilegia la necesidad de una separación, una diferenciación en que el otro, por lo general la madre, se transforma en un medio ambiente facilitador, un entorno lo suficientemente protector para el desarrollo infantil[11].

Tanto la psicología como el psicoanálisis[12] han privilegiado el eje de la separación y la diferenciación, pero han negado sistemáticamente el hecho de la dependencia. La dependencia es considerada como una característica incómoda de la vida infantil, que hay que rechazar y superar para convertirse en adulto. La influencia de los valores masculinos patriarcales es aquí evidente. Sin embargo, como nos recuerda MacIntyre[13], cualquiera que quiera explicar la condición humana no puede olvidar dos hechos fundamentales: la vulnerabilidad y la dependencia.

El mismo autor reconoce que la masculinidad, desde los tiempos de Aristóteles, consiste en negar la necesidad de ayuda y consuelo. Les cito: “quienes poseen hombría se distinguen de las mujeres porque no desean que otros se entristezcan por su pena”.

Si los valores de la masculinidad se sostienen del repudio de la dependencia, es evidente que el niño rechazará el vínculo primordial de dependencia establecido con la madre, y si lo fuera con el padre por las vicisitudes de la vida, sufriría el mismo rechazo. De manera que la subjetividad masculina se sostiene en el límite[14] negando la relación con el otro, en tanto esta relación suponga alguna dependencia emocional o afectiva. El reconocimiento del otro, de la madre y de los vínculos infantiles con la madre (y/o el padre) queda impedido por las exigencias de la identidad masculina.

Por lo que respecta a la niña, puede mantener ese vínculo infantil con la madre, sin embargo y a causa de ello, se verá en la tesitura de renunciar o al menos sofocar parte de sus potencialidades. La figura de la madre como modelo identitario de género conlleva el desarrollo en la niña de un carácter altruista, de su capacidad de cuidar de los otros, de su consideración como un objeto sexual valioso; al mismo tiempo, proscribe y sofoca gran parte de su curiosidad, y necesariamente sus tendencias hostiles, sus tendencias agresivas, por cuanto éstas entran en contradicción con los ideales de la maternidad.

La culpabilidad y los síntomas que padecen muchas mujeres de hoy, al enfrentarse al dilema de optar por su desarrollo intelectual y social frente al cumplimiento de su ideal maternal, incompatible a menudo con lo anterior, es la mejor prueba que podemos aducir[15].

Este sistema patriarcal de géneros polarizados se sostiene de una división, de una escisión primitiva: la identidad de género no se construye gracias y a través del reconocimiento mutuo, del otro y de sí mismo, se construye por la exclusión del otro, por el desconocimiento del otro. Otro que es representado en nuestra cultura principalmente por la mujer, pero también por todo aquel que represente la diferencia.

Este desconocimiento del otro implica en el niño el repudio de la madre para alcanzar la masculinidad, mientras que en la niña la renuncia es a una parte de su subjetividad para preservar la identidad de género con la madre y la feminidad. Este rechazo de la madre, en cualquier caso, es un rechazo de la dependencia originaria, porque los rasgos de identidad masculinos se asientan sobre la exaltación de la independencia y la autonomía, y la negación de cualquier vínculo de dependencia. Como dice MacIntyre “la ceguera respecto a la mujer y su denigración están vinculadas a los intentos masculinos de negar el hecho de la dependencia”[16].

Este rechazo presenta dos vertientes íntimamente conexionadas, en primer lugar la mujer es considerada bajo el prisma de una madre ideal, a condición de excluir una sexualidad propia, en segundo lugar es considerada como objeto sexual privilegiado, pero sin subjetividad. Así, el aforismo de Lacan sobre la mujer como “no toda” cobra otra dimensión, puesto que ese “no- toda” es la condición para sostener la identidad masculina del varón[17] a resguardo de aquello que debe mantenerse invisible. Lacan intuye como pocos que la dimensión fálica no agota la subjetividad de la mujer, pero no es capaz de pensar un más allá del falo.

La critica de este sistema patriarcal de escisión y polarización de los géneros, así como la aparición de formas de convivencia distintas ha motivado la preocupación en muchos sectores sobre el peligro de perder las referencias claras sobre la identidad de género. Está claro que para el infans, la cría humana, es un pasaje fundamental la capacidad de establecer una diferencia entre los sexos, la capacidad de identificarse con uno de los sexos y la necesidad de ser reconocido por los demás.

La psicología, el psicoanálisis, la pedagogía, han privilegiado hasta ahora las aspiraciones de independencia y separación, como sinónimo de crecimiento y madurez, sobre las necesidades de vinculación y de reconocimiento. Esto ha significado en la práctica la aparición de modelos estereotipados que hemos resumido en las figuras de la madre sobreprotectora y del padre ausente. Si hay algo que queramos destacar a modo de resumen es que en ambos casos podemos ver el resultado de un modelo de relaciones caracterizado por el rechazo del otro, lo que conlleva el rechazo de los vínculos con el otro, o por decirlo a la manera de Benjamín: el rechazo del otro dentro de nosotros mismos.

* Esteban Ferrández Miralles
Santa Teresa, 19, 2º ent. A.
30005. Murcia.

[1] Citado por Emilce Dío Bleichmar en “Sexualidad y género…”. Aperturas 11. Revista por Internet. Las revistas mencionadas son: American Journal of Orthopsychiatry, American Journal of Psychoanalysis, American Journal of Psychiatry, Journal of Consulting and Clinical Psychology, Family Process, International Journal of Psychology and Psychiatry, Journal of Clinical Psychology.

[2] Burin, M. y Meler, I.: Género y familia. Paidós. Buenos Aires, 2002.

[3] Maldavsky, D.: Teoría y clínica de los procesos tóxicos. Amorrortu, Buenos Aires, 1992.

[4] Chodorow, N.: El ejercicio de la maternidad, Gedisa. Barcelona, 1984.

[5] Id.

[6] “Violencia, modernidad y género”. Intervención en el Congreso Estatal de Intervención Social y Educativa con familia e infancia. Mancomunidad Valle de Ricote. Centro de Estudios e Investigación Psicosocial. Murcia, 2002.

[7] Winnicott, D.: “El uso de un objeto y la relación por medio de identific
aciones” en Realidad y juego. Granica, Bs. As, 1972.

[8] No vamos a detenernos en la cuestión del masoquismo moral de la mujer, pensamos que el desarrollo del texto aclara suficientemente nuestra opinión al respecto.

[9] Benjamin, J.: Los lazos del amor. Paidós, Buenos Aires, 1996.

[10] Observemos como frecuentemente los niños varones adquieren conciencia de su identidad de género al tiempo que se desarrolla en ellos un intenso rechazo de todo lo femenino, incluidas las niñas. En este sentido los estudios de género han desarrollado a fondo las figuras de la virgen y la puta como límites que definen la femineidad en el imaginario masculino. Vease el extraordinario artículo de López Mondejar, L.: “La quietud de Penélope” presentado en el I Congreso Estatal de Intervención Social, Mancomunidad Valle de Ricote, 2002.

[11] Esa es la tesis de Winnicott, suficientemente conocida para desarrollarla aquí.

[12] Nos referimos principalmente a las tesis de Mahler y la psicología del self de origen norteamericano, con su énfasis en el proceso de individuación-separación, pero también es una idea que impregna desarrollos de la escuela francesa, sobre todo en lo que concierne al padre en función tercera o de corte.

[13] McYntire, A.: Animales racionales y dependientes. Barcelona, Paidós, 2001.

[14] De ahí su fragilidad y su necesidad de reafirmación constante.

[15] Véanse a este propósito los trabajos de Irene Meler, Mabel Burin, Emilce Dío Bleichmar, y un largo etcétera que aquí no podemos enumerar.

[16] Op. cit.

[17] Lacan, J.: Aun. (El seminario, libro 20: 1972-73) Paidós. Barcelona, 1981. (Ver especialmente el capítulo “Dios y el goce de la mujer”)

 


  • Dío Bleichmar, E.: “Sexualidad y género…”. Aperturas Nº 11. Revista virtual.
  • Burin, M. y Meler, I.: Género y familia. Paidós. Buenos Aires, 2002.
  • Maldavsky, D.: Teoría y clínica de los procesos tóxicos. Amorrortu, Buenos Aires, 1992.
  • Chodorow, N.: El ejercicio de la maternidad, Gedisa. Barcelona, 1984.
  • Ferrández Miralles, E.: “Violencia, modernidad y género”. I Congreso Estatal de Intervención Social y Educativa con familia e infancia. Mancomunidad Valle de Ricote. Centro de Estudios e Investigación Psicosocial. Murcia, 2002.
  • Winnicott, D.: “El uso de un objeto y la relación por medio de identificaciones” en Realidad y juego. Granica, Buenos Aires, 1972.
  • Benjamin, J.: Los lazos del amor. Paidós, Buenos Aires, 1996.
  • López Mondejar, L.: “La quietud de Penélope” I Congreso Estatal de Intervención Social y Educativa, Mancomunidad Valle de Ricote. Centro de Estudios e Investigación Psicosocial. Murcia, 2002.
  • McYntire, A.: Animales racionales y dependientes. Barcelona, Paidós, 2001.
  • Lacan, J.: Aun. (El seminario, libro 20: 1972-73) Paidós. Barcelona, 1981